Padres
adultescentes
“Comienza a manifestarse la madurez,
cuando sentimos que nuestra preocupación es mayor por los demás que por
nosotros mismos” Albert
Einstein
El fenómeno “adultescente”
(conjunción entre adulto y adolescente) confirma que la madurez física no
siempre esta acompañada por la madurez emocional, más aun hoy día, donde no
tenemos claro cómo es ser adulto, ya que todos piden lo mismo de todos; los
padres a los hijos y muchos hijos a los padres: ¡madurez! Los padres “adultescentes” son adultos que se comportan,
sienten y piensan como adolescentes y aparentemente es una “epidemia” que
aqueja a muchas familias que han contraído esta “patología” del siglo XXI. Una
cultura adolescentizada invita a permanecer en una eterna inmadurez, porque
fomenta de todas las formas posibles la
pavada (medios de comunicación inundados de superficialidad, en la cultura;
música de contenido nocivo, poca lectura y desinterés por el arte,
universidades de garaje, sin criterio ni consistencia, corrupción, etc.) y los
que pagan el precio, son los jóvenes de esta generación, que si bien es cierto,
en muchas esferas luchan y ambicionan un crecimiento trascendental y diferente
a esta propuesta, en otros, están alienados, y absorben de todos lados, fuera y
dentro de la casa, estímulos que retardan o anulan su desarrollo personal. Los
adultescentes también son aquellos que no cortan el cordón umbilical y siguen
viviendo con sus padres, pasados los 30 y tantos, pero los que devienen padres
necesitan reconocer que la inmadurez tiene un impacto sobre los hijos y hablar
de esto, es importante para tomar conciencia de que no toda esta “buena onda”
es tan buena como parece…
Los niños necesitan modelos y lo
expresan en todo momento. Cuando se disfrazan de súper héroes, o se ponen la
ropa de sus padres, lo que están haciendo es imitando los roles e introyectando
patrones. Pero, ¿Qué pasa cuando estos modelos son inmaduros y apenas pueden
sobrellevar sus cargas emocionales? ¿Qué pasa cuando los niños demandan
atención paterna y estos no pueden satisfacer sus necesidades emocionales,
porque están concentrados en satisfacer las suyas? Queda poco espacio para las
demandas del niño, y éste, aunque cobijado dentro de una familia, teniendo un
hogar “bien conformado” igual se encuentra desamparado afectivamente, porque
solo hay prioridad para las prioridades hedonistas de los padres. Cuando
hablamos de modelos, no decimos que los hijos tienen que imitarnos, sino que,
ser modelo de los hijos, es inspirarlos. Un ejercicio interesante es
visualizarnos; ver como hablamos y fijarnos si somos esa persona en la que
queremos que nuestro hijo se inspire para asemejársele; observar nuestros
valores, nuestra forma de comunicarnos hacia los demás, como gesticulamos, como
nos vestimos, como reaccionamos. Todo importa al momento en que el niño, tan
detallista y deseoso de aprender, se fija en nosotros, constantemente. Al ser
su ejemplo, tenemos la responsabilidad de cuestionarnos si es tan “moderno”
seguir actuando como un adolescente en plena crisis de identidad, mientras
tenemos hijos que claman nuestra contención de adultos.
En la actualidad se habla de crisis
en varias esferas y la familia también cabe en este esquema de mutaciones a las
cuales debemos estar atentos si no queremos transmitir nuestras crisis de
personalidad a nuestros hijos. En este contexto aparece el adultescente, que
son adultos que actúan como adolescentes, se mimetizan con todo lo
representativamente adolescente; visten como ellos, se emocionan, reaccionan y
hablan con la misma jerga etc., pero lo que preocupa en estos casos no es si
usan championcitos o llegan a la misma hora que su hijo adolescente, sino
aquello con lo que verdaderamente los hijos van a identificarse; la madurez
emocional. Si este adulto todavía arrastra problemas de identidad como en la
adolescencia, si le cuesta encontrar una vocación, sufre de inestabilidad
afectiva y se declara incapaz de hacerse cargo de sí mismo o de otros, estamos
ante el caso de un adultescente que potencialmente va a perjudicar el sentido
de seguridad de sus hijos, ya que éstos necesitan modelos adultos en los que
refugiarse y si lo que encuentran es alguien mas confundido que ellos, están
solos. Con suerte aparece algún profesor/a, padres de compañeros, o parientes
con quienes identificarse y a quienes ofrecer sus logros, pero sino, están
desamparados y a veces las compensaciones para “llamar la atención” son los
síntomas como desórdenes de todo tipo; afectivo, alimenticio, adicciones, etc, hijos del desamparo afectivo.
En este contexto, actuar como
adultos, significaría estar atentos a las necesidades de los hijos antes que a
las propias, pero sin victimizarnos ni poner justificativos mediáticos como que
“la vida es una sola” o que “también tenemos derecho a vivir nuestros sueños”
porque, en principio, aceptar la frustración de que hemos perdido muchos de los
derechos que teníamos sobre nuestro tiempo y nuestra vida desde el momento en
que el Bbtest salió positivo, ya es un gran salto cuántico en la escala de la
maduración y la aceptación de que la dedicación debe estar volcada hacia ellos
y no como un adolescente hedonista que solo piensa en “alcanzar sus sueños”.
Por ende, empezar por escucharlos, trabajar porque encuentren sus sueños, más que seguir persiguiendo
los propios y no sentir que estamos relegando nuestras vidas por eso, es actuar
como adultos, porque hacemos lo que tenemos que hacer con alto compromiso y
responsabilidad, o para no sonar tan moralistas, de corazón. Ser padres, conlleva cuidar a quienes hemos traído al mundo
con especial dedicación, sin quejarnos de ello ni hacerles pagar por eso ningún
precio; ni desamparos, ni lamentaciones, ni recriminaciones y mucho menos
competencia o indiferencia. Los hijos no pidieron nacer y tampoco pidieron
calmar la angustia de sus padres. Madurar también pasa por tener la flexibilidad
de poder jugar Play con los hijos, como chicos, pero sabiendo que al apagar ese
juego, los hijos pueden contar con su padre/madre con la madurez y apertura necesaria
para escuchar sinceramente sus preocupaciones y poder contener, calmar y validar con la
seriedad que ameritan los problemas, porque, especialmente en algunas etapas,
como en la adolescencia, el bullying, las adicciones o los corazones rotos, no
son un juego, y aunque no podamos componerlos ni reconstruirlos en momentos de duelo o desamor, al menos, la presencia sincera y la escucha, puede darles ese respaldo que necesitan.
Madurar también implica arribar sin
miedo y con aceptación a la adultez, comprender que no por eso vamos a dejar de
disfrutar, de reír, de emocionarnos, de jugar, de apasionarnos, o de sentirnos
bellos, y tampoco que si lo hacemos, vamos a caer en el ridículo, madurar no es
una seriedad amarga, es la templanza de una felicidad que llega a través de la
plenitud de saber lo que queremos y lo que no queremos, de asumir las
consecuencias de nuestras decisiones y deseos y de seguir adelante a pesar de
las adversidades. Al negar la adultez, (inevitable destino de todo ser humano
como decía Freud) no dimensionamos que a la vez, inutilmente, también estamos renunciando a la autoridad que nos otorga la
sabiduría, la experiencia y el criterio, valores que despiertan el respeto que
todo joven necesita para el sostén en sus vidas y que permite el ejercicio del rol
de tutores para llegar a un equilibrio, que inevitablemente se da respetando
las jerarquías.
Como adultos tenemos que estar
atentos de no caer en la tentación de creer que la felicidad se encuentra
instalándose en la inmadurez, ya que constantemente, nos venden esta idea a
través de los medios de comunicación; se promueve que es bueno y hermoso ser
joven, impulsivo, apasionado, temerario y buscamos hacer perdurar esta imagen a través del
exceso de todo tipo de herramientas; ropa, personalidad, cirugías, gimnasia,
aventuras, jerga, actitudes, etc., con tal de disimular el paso del tiempo. El modelo propuesto
por la sociedad postmoderna es el modelo adolescente y el resultado es una
sociedad “adolescentizada” que propicia que padres e hijos actúen de igual
forma y los roles no se delimiten, lo que causa confusión, falta de limites,
orfandad simbólica y muchas veces, son los hijos quienes enseñan a los padres (por ejemplo, la tecnología) ubicando al hijo
en un lugar de poder o saber, y el resultado es que “se la creen” subestimando
así las opiniones de sus padres, confiando mas en el criterio de Google que en el de la experiencia que reflejan las canas. Además como ambos se encuentran tan
ensimismados en la tecnología y en aprender mas sobre este saber (absolutamente
superficial y técnico) la ausencia del rol paterno, quien debería ayudar a los
hijos en el proceso de socialización a través de los valores y los códigos
socialmente humanos, se encuentra vacío. Un padre adolescentizado puede ser muy
divertido (o un hazmerreír) pero difícilmente pueda enseñar desde un lugar
maduro y consistente si él mismo no ha encontrado el camino. Si nos percatamos
que es momento de madurar, es importante cuestionarnos si estamos preparados
para aceptar las responsabilidades que conllevan actuar con madurez en pos del
equilibrio emocional de nuestros hijos y hacerlo de corazón, no solo “actuar
como adultos” sino que madurar en esencia, optar por una propuesta personal y subjetiva (lejos de la sugerencia capitalista comsumista de la belleza y la imagen) sin miedos de arribar a un puerto invisibilizado socialmente, pero con la seguridad de que solo accediendo a esa madurez, evitamos el naufragio.
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