La
mayoría de los niños que llega a una consulta psicológica, lo hace cuando sus
padres y profesores se sienten impotentes para controlar su comportamiento. “No
atiende, no escucha, no se somete a las reglas de convivencia, es agresivo,
distraído, malcriado, etc.” y en esta larga lista de síntomas y signos
rápidamente el niño se ajusta a las patologías de moda: es hiperactivo o
emocionalmente inmaduro o perturbado, entre otras. La tendencia de aplicar
castigos y medidas de privación, solo parece agravar mas las cosas, además de
ser el constante “ejemplo” de cómo tratar a los demás (y luego nos quejamos del
Bullying u Hostigamiento Escolar). En todo este panorama si nos preguntamos qué
es lo que deseamos para nuestros hijos, una etérea respuesta sin pista de
aterrizaje segura es; “Que sean felices” ¿pero como? Además, ¿qué consideramos ser
“felices”? Para algunos puede ser el éxito económico, para otros el éxito
profesional, familiar, intelectual, espiritual, emocional…y a veces, en este
intento de que no sean infelices, les
evitamos las frustraciones y el contacto con la realidad y ese quizás sea el
verdadero síntoma del niño postmoderno, la desconexión con su deseo de ser feliz y la falta de disciplina.
En
la pagina Abc.es/familia, en un articulo del filosofo y experto en educación,
el español Gregorio Luri dice; “Los padres que quieran hijos felices tendrán
adultos esclavos de los demás” y advierte que “la sociedad no tratará a los
niños por el grado de felicidad que tengan, sino por aquello que sepan hacer”.
Para este experto en educación es mucho más sensato enseñar a nuestros
hijos a superar las frustraciones inevitables que hacerles creer en la
posibilidad de un mundo sin frustraciones. Luri, además, es especialmente
crítico con aquellos que desean hijos felices. «Primero, yo creo que lo que hay
que hacer es amar a la vida, no a la felicidad. Y no se puede amar a las dos al
mismo tiempo. Porque la felicidad solo se puede conseguir simplificando o
facilitando la vida. Es decir, por medio de la idiotez. Además, no creo que
existan los niños felices». Así lo asegura el ensayista navarro para quien
la infancia no solo no es feliz, sino que suele ser una edad «terrible». «La
vida es muy compleja. Otra cosa es que pueda haber momentos de gran alegría en
la infancia. Pero también puede haberlos diez minutos antes de tu muerte»,
advierte. «Eso sí, teniendo también claro que no queremos hijos infelices y que
lo contrario de la felicidad no es la infelicidad», matiza. Por otro lado, dice
con respecto a que los padres solo queremos que nuestros hijos sean “felices”;
“La vida es compleja, llena de incertidumbres, y con un sometimiento terrible
al azar. Estoy empezando a pensar que hay un sector de educadores postmodernos
que se han convertido en el aliado más fiel de la barbarie, que lo que hacen es
ocultar la realidad y sustituirla por una ideología buenista, acaramelada, y de
un mundo de «teletubbies». Personalmente, me resultan más atractivos la
valentía y el coraje de afirmar la vida. Tenga usted un hijo feliz y tendrá un
adulto esclavo, o de sus deseos irrealizados o de sus frustraciones, o de
alguien que le va a mandar en el futuro, hay que tener claro que lo contrario
de la felicidad no es la infelicidad, es la realidad. Hay que asumir la
complejidad del mundo. Como seres humanos nuestro deber no es ser felices, es
desarrollar nuestras capacidades más altas. Y la felicidad es una ideología que
milita contra esto. ¿Por qué? Por la simpleza de nuestros teóricos, que nos
llevan a una felicidad en cursivas. Procure que sus hijos no sean infelices, y
después enséñeles la realidad, a sobrellevar sus frustraciones, a sobrellevar
un no. Estamos creando niños muy frágiles y caprichosos, sin resistencia a la
frustración, y además convencidos de que alguien tiene que garantizarles la
felicidad. Y si alguien no se la garantiza, se encuentran ante una desgracia
metafísica. Porque cuando nuestros hijos salgan al mercado, la sociedad no
les va a medir por su grado de felicidad, sino por aquello que sepan hacer, que
es exactamente lo que se le pide a las personas con las que nos relacionamos.
Cuando vamos al dentista, no nos importa que sea feliz, sino que sea
profesional en lo que hace. Si necesitamos un fontanero, querremos que sea
eficiente, rápido, y a ser posible barato. Hombre, si es amable, mejor. Pero
desde luego no vamos a valorar si es un fontanero feliz. Además, me parece muy
sano que nuestras relaciones sociales, especialmente con los desconocidos, no
estén mediadas más que por su profesionalidad, sin necesidad de estar
pendientes de la emotividad.”
Siguiendo
esta pista, en donde la felicidad esta acompañada de un “saber hacer algo”, nos
encontramos con que, para poder aprender, trabajar y ser eficiente, tenemos que
tener disciplina y aparentemente esta es la
clave para ser felices. Acompañada de valores positivos nos va a permitir
lograr lo que deseemos, más allá de los talentos, el cociente intelectual, la
capacidad de la memoria, etc. En Oriente, el secreto del éxito de países tan
pequeños y de escasos recursos naturales como Japón, es la disciplina, no es
que sean más inteligentes, solamente son mucho, muchísimo mas disciplinados.
Por ejemplo, en las clases, los alumnos respetan al profesor. El respeto por
los mayores es algo innato, cultural. El profesor entra a la clase y todos
hacen silencio, escuchan, atienden, anotan, porque saben que la disciplina los
llevará a lograr sus objetivos y que si la ejercitan desde el aula, la
dominarán en todas las esferas de sus vidas. En Occidente, tenemos todo.
Recursos naturales, población joven, deseosa de progresar, pero no tenemos
disciplina. Decimos que llegaremos a una hora establecida, y llegamos una hora
después, y hasta nos parece parte de la idiosincrasia del país.
Por
otro lado, estamos acostumbrados a manejar de forma errada los métodos y
estrategias de disciplina en la casa. Los padres y maestros podemos estar
dando, sin advertirlo, un refuerzo positivo con los castigos, ya que es el
único momento donde el niño se siente “visible”. Es un círculo vicioso. Cuando
por fin el chico esta leyendo un cuento, jugando con rompecabezas, lo más
probable es que los padres ignoren estas actividades, aprovechando estos
momentos de paz, para descansar. Pero, si el niño grita, pelea o hace demandas
insistentes, nos vemos forzados a prestarles mucha atención, aunque más no sea,
a través de los retos y las amenazas. Así, el niño siente que le hacen caso, y
no registra que es cuando se porta mal, cuando esta “fallando” y así
difícilmente quiera salir de ese pantano, ya sea un comportamiento, una materia
que no puede pasar, o síntomas neurofisiológicos. Estimulando el comportamiento
cooperativo, socialmente adaptado y pacifico, enseñamos a los niños a buscar
captar la atención de los demás a través de acciones deseables y socialmente
aceptadas, premiando estas conductas y verbalizando la satisfacción que nos
producen. El castigo, debe ser la menor atención posible de las conductas
indeseadas.
Pero,
¿a qué llamamos disciplina en un mundo de 24 horas, donde lo tenemos
prácticamente todo servido y somos mimados de la tecnología, de la electrónica,
del Fast food, de la velocidad, donde nada nos exige mucho como en la era
industrial llena de horarios y rutinas? Es una generación que se prepara de
otra manera para enfrentar el mundo que les espera. Considero que la disciplina
tiene que ver con uno mismo. Con la autorregulación del placer y del tiempo.
Con la capacidad de relegar esa tendencia de hoy día hacia la preferencia de lo
banal y lo estético, del hedonismo. Evitar caer en la filosofía de crédito “goce ahora y pague después”. Con esto lo que
podemos deducir es que, así como existe una nueva realidad, existen también
nuevos mecanismos de control, una nueva dinámica disciplinaria. La disciplina
de hoy día tiene que ver con la capacidad de autorregular estos aspectos mas
mundanos que nos atrasan, para encontrarnos a nosotros mismos. La disciplina
tiene que ver con el respeto, y para que nuestros hijos nos respeten, primero,
antes que nada, nos tienen que amar, y ese amor solo puede surgir de una
interacción diaria, de una atención profunda y sincera, en donde encuentren esa
motivación y necesidad de no querer
defraudarnos nunca. La disciplina emocional es innata. No se exige, solo
es, y solamente puede ser ejercitada y dominada cultivando valores en la
familia y fomentando el respeto mutuo y sincero.
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